Hace 30 años, en mayo de 1985, investigadores británicos anunciaron algo extraordinario: se había abierto un enorme agujero en la capa de ozono sobre la Antártida. Entonces, pocos sabían qué eran los clorofluorocarburos (CFC). Solo unos cuantos científicos conocían que estos compuestos químicos estaban debilitando la protección que el ozono atmosférico ofrece contra la radiación ultravioleta del Sol. Sin embargo, la alarma fue tal, que los gobiernos del mundo tardaron apenas dos años en prohibir los CFC con el Protocolo de Montreal. Ahora, un estudio muestra qué habría pasado si los políticos hubieran tardado tanto como ahora hacen con el cambio climático.
Ya casi nadie se acuerda del agujero de la capa de ozono. Aunque cada primavera austral, regresa sobre el cielo de la Antártida, es un problema que está yendo a menos y desaparecerá con el tiempo. Pero hace 30 años, su aparición disparó la primera gran acción global contra un problema que habían generado los propios humanos.
«Sin el Protocolo de Montreal, el planeta habría experimentado un mayor debilitamiento de la capa de ozono. En unas pocas décadas, esta reducción podría haber sido catastrófica, con unos niveles de radiación ultravioleta sobre la superficie mucho mayores», dice el profesor de la Universidad de Leeds (Reino Unido), Martyn Chipperfield, coautor de un estudio que imagina cómo sería la situación si no se hubieran prohibido los CFC.
Usados desde comienzos del siglo pasado, los CFC, compuestos formados por hidrocarburos a los que se les añade cloro, flúor o bromo, eran fundamentales para la vida moderna. Eran el gas que enfriaban los refrigeradores, sacaban la espuma del bote de afeitar o dispersaban el desodorante. Entre sus ventajas tenían su supuesta condición de inertes, incapaces de desencadenar una reacción química al unirlos con otros elementos. Pero se equivocaban.
Apenas 10 años antes de su confirmación empírica en la Antártida, el mexicano Mario Molina y el estadounidense Frank Sherwood Rowland descubrieron que los elementos de los CFC no eran tan inertes. En junio de 1974 publicaron un artículo en Nature explicando cómo, a pesar de su relativo mayor peso, estos compuestos liberados en el aire acababan en las partes altas de la atmósfera. Allí, la acción de la radiación ultravioleta los descomponía, liberando el cloro. En una enloquecida reacción en cadena, el cloro reducía las moléculas de ozono (O3) para convertirse en óxido de cloro. Un solo átomo puede descomponer 100.000 moléculas de ozono.
La relevancia del ozono reside en que frena hasta el 90% de la radiación ultravioleta y buena parte de la infrarroja, haciendo de filtro solar. Aunque las nubes y los aerosoles en suspensión también juegan su papel, sin el ozono, la vida en la superficie de la Tierra sería casi imposible. El descubrimiento de Molina y Sherwood fue tan relevante que fueron recibidos por una comisión del Congreso de EE UU ese mismo año. Iniciaron entonces una campaña para concienciar a la sociedad de los peligros de estos gases. 20 años después, en 1995, recibieron el premio Nobel junto a su colega Paul Crutzen.
El estudio de Chipperfield y sus coelgas, publicado en Nature Communications, imagina que nunca existió el protocolo de Montreal. Toman como punto de partida la situación previa a su redacción, en 1986. Con el desarrollo económico, suponen un incremento en el uso de los CFC muy modesto, de un 3% anual. Sobre esta base, modelaron cómo sería el agujero de la capa de ozono en la Antártida.
De no haber hecho nada, el agujero sería hoy un 40% mayor de lo que lo fue en 2008, cuando se produjo el pico en su extensión, con unos 25 millones de kilómetros cuadrados de área. Además, el agujero se abriría meses antes y duraría más tiempo. También, su altura sería mayor. Pero lo más relevante es que no habría un agujero en la capa de ozono, sino dos. Cada año, en el Ártico también se produce un debilitamiento de la capa de ozono, pero solo en los años más fríos la reducción es tal que el ozono casi desaparece dejando el camino abierto a la radiación. Según este estudio, en el Ártico, el hoyo sería tan habitual y casi tan grande como hoy lo es en la Antártida.
En este escenario ficticio pero no inventado, las latitudes subpolares también sufrirían los efectos de la reducción de la capa de ozono. Debido a que los CFC perduran en la atmósfera varias décadas, hoy, la capa de ozono sobre Europa, Estados Unidos o Australia es un 4% menor que la que existía a mediados del siglo pasado. Por eso son tan habituales las noticias sobre la mayor incidencia del cáncer de piel en estos años. Europa, EE UU y Australia sufrirían niveles de radiación potencialmente cancerígenos.
En un mundo sin el protocolo de Montreal, ese porcentaje podría superar el 15%. Una reducción tal afectaría sin duda a las cifras de cáncer. Aunque no es el objetivo del estudio, sus autores también recuerdan que un exceso de radiación alteraría procesos básicos para la vida como la fotosíntesis. En los polos, además, está relacionado con el aceleramiento del deshielo. Incluso en los trópicos, donde la mayor temperatura en la estratosfera minimiza la reacción entre el cloro y el ozono, la capa protectora se habría reducido hasta en un 5%.
Una lección para el cambio climático
«El protocolo de Montreal es probablemente el mejor ejemplo de cómo la cooperación internacional puede solucionar problemas ambientales globales. Cuando se firmó, en 1987, no se conocían aún a fondo las causas del debilitamiento de la capa de ozono», recuerda Chipperfield. «Sin embargo, se basó en el principio de precaución: ya que no comprendemos del todo las consecuencias, debemos ser cuidadosos con lo que hacemos. Podría ser una buena lección en el debate sobre el cambio climático», añade.
Aquel protocolo acabó siendo firmado por todos los países del planeta. En sucesivas revisiones se ha ido ajustando ante la aparición de nuevos compuestos. Pero las premisa básicas, la precaución, la vigilancia, la prohibición y el obligado cumplimiento se han mantenido.
«Como sucede ahora, entonces también hubo un negacionismo del ozono», recuerda el responsable de energía y cambio climático de Greenpeace, José Luis García. Recién salido de la universidad, García se metió en eso del ecologismo con la campaña contra los CFC y ve muchos paralelismos con el debate climático actual.
La industria química siguió un patrón que ahora repite la energética. «Primero negaron que los CFC tuvieran nada que ver, después relativizaron su impacto. Más tarde alegaron las dificultades para sustituirlos», recuerda García. Al otro lado, los estudios científicos, el activismo ecologista y la presión social. En medio, unos políticos que, en aquella ocasión fueron rápidos al tomar decisiones.
«El hecho diferencial es el carácter de ambas industrias. La química también era global, pero fue la primera vez que nos enfrentábamos a un problema global. La presión de científicos, de activistas y de la sociedad fue más fuerte que la resistencia de las químicas. Pero, las energéticas tienen mucho más poder», dice el representante de Greenpeace. Además, añade «han aprendido del pasado y dedican cantidades de dinero varios órdenes de magnitud superiores a las dedicadas al negacionismo del ozono».
Fuente: Materia